El gris citadino desapareció, por las calles, como tinta derramada, se vio corriendo aquel color oscuro que se había apoderado de la ciudad en la medida que avanzaban los fríos. Al tiempo que aparecían, miles de paraguas que se abrían casi como invitando a bailar, -de todas maneras la lluvia los mojaba igual con tanto viento levantado desde nadie sabe donde- La fiebre de Esperanza se iba incrementando sin dar pie a ser detenida, salvo por los sueños y situaciones que la niña iba viviendo.
-¿Y a quién celebran?- preguntó desde sus sueños mirando por la ventana a la espera de un nuevo día
y así había sido, la lluvia había llegado envuelta en saludos y risas, entre tambores y luces altas, como si, ella, con todo su esplendor, fuera la única que traía aquello que la ciudad necesitaba. Por entremedio de los sonidos de truenos y las luces de relámpagos, el color naranjo había salido de su lugar en la cama, se había puesto sus botitas de agua y había escapado, llevándose consigo a café y mostaza. Con la lluvia se habían empapado (algo muy claro para la niña, puesto que habían dejado el paraguas botado a la entrada de la casa, cuando ella misma entró sin limpiar sus botas) y corriendo por la ciudad, la habían teñido de dorado, café y mostaza. El verde, en su afán perfeccionista de que no notaran en casa la desaparición del trío de locos, también había salido a su alcance, por lo cual, cuando corría a buscarlos en una esquina, resbaló antes de cruzar la calle y también algunas veredas se tiñeron con aquella mezcla que habían dejado al paso de aquella huida... Esperanza lo notó cuando despertó al otro día con aquel manto acuoso que cubría la ciudad, y que desde el segundo piso, donde se encontraba su habitación parecía una acuarela perfecta.
La fiebre había cesado (gracias a los cuidados de Sofía y Clara) Y por lo mismo, la pequeña niña no dejó de culparse por no ser capaz de controlar a esas invenciones suyas, que cada vez que podían, dejaban algún indicio de su existencia real.