Era la necesidad férrea de saber qué era lo que nos deparaba el destino, aquella necesidad de tener el control de lo que realmente nunca podríamos controlar, una certeza, un punto de equilibrio y estabilidad, eso era lo que cada año pedíamos en la misma fecha. Prendiendo aquellas velas rojas con el corazon lleno de los buenos deseos, excomulgando los malos recuerdos y recibiendo, en conjunto con un vaso de vino, las nuevas buenas.
La noche más larga del año, aquella en donde las historias de los antepasados renacían con el fuerte anhelo de entregarnos paz. Siempres las mismas, rolando de año en año, de boca en boca, de generación en generación.
San Juan, con su misticismo, nos enredaba año tras año en los mismo viejos rituales que se habían escondido antes de la llegada del cristianismo. Pero ahora tenía mucha más significación al tener a la familia completa bañadas por la luz cobriza de las velas.