Eran aquellos labios rojos, de perfume espeso y penetrante los que dan a conocer que quedan las migajas -no los recuerdos completos- luego de tardes de lluvia, cuando en el pecho arde la sensación de poco sociego.
Y la verdad, no soy capaz de recordar los detalles de tu cuerpo, que ahora es humo disperso en medio de tantos sentimientos, luego de una noche pasada en tu boca respirando tu aire.
Primero habían sido tus ojos, aquella bestia infame, los que me habían quitado la paz, la cadencia de cada día... tu presencia que parecía alegría -y la ausencia que desteñía la paz.
Eran entonces, tu cuello. Dorado, largo, perfecto. Aquel espacio profundo en el cual entraban mis sueños. por donde me abrazaba inquieto, donde dormía sereno.
Era también tu espalda donde descansaba mi pecho, por donde te arrasaba con mis brazos. Donde nuevamente me encogía como si fuera mi puerto... aunque ahora pareciera destierro.
Había sido una noche, una sola noche de presencia eterna, pero ahora, a unas cuantas horas, cuando queda en el ambiente unas pocas notas de perfume de tu pelo, el calor de tus manos y las imágenes -casi irreales- me doy cuenta del precio de una noche que no sería noche, sería desconsuelo y necesidad.
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